Cuando muestres tu rostro - Manuel Azpilcueta García
Cuando muestres tu rostro
El llanto destrozaba el corazón de ambos.
Yolanda Balladares mordía el hombro de Juan Diego Espinoza para que nadie escuche su pena. La caricia suplicante del hombre intentaba terminar el momento. La sala de embarque estaba muy transitada y era momento de abordar.
—¡Tranquila, amor! —La calmaba abrazándola con fuerza—. Las lágrimas tienen sal, si lloras, me irá mal y tú no quieres eso, ¿no?
—No. Quiero que te quedes conmigo.
—Sabes que no puedo, ¡lo hablamos! Me duele el dejarte, no lo deseo, pero debe ser así.
Juan Diego intentaba ser fuerte para calmar a una mujer enamorada que pasaba por el momento más triste de su vida. Se quebró y lloró. Los circunstantes que vieron la escena se condolieron; algunos sugerían que le den un tranquilizante, otros que beba agua fría. Una anciana indicaba insistentemente que le froten el pabellón de la oreja antes de que desmaye. Había confusión. Él entendió que debía subir al avión, se incorporó, besó tiernamente a Yolanda. Un «te amo» seguido de un mimo en la mejilla selló la despedida. Se marchaba por dos años.
—Alicia, tengo hambre.
—¿Qué quieres, cariño?
—No lo sé, pero quiero algo. —Intentaba engreírse después de la tristeza.
—Ya, hijita, te prepararé todo lo que quieras. ¡Cuanto quieras!
Alicia era madre de Yolanda y estaba acostumbrada a que su hija la trate por el nombre, se lo había ganado cuando decidió dejarla al cuidado de sus abuelos días antes de cumplir los cinco años. Se enamoró de un colombiano que trabajaba en la misma agencia de turismo que ella. Perdió la cabeza, y no le remordió la conciencia dejar a su niña durante quince años con tal de vivir su idilio. Al final, muerto su amante en un incidente en los bajos mundos de Cali, estuvo impedida de salir de Colombia mientras la investigaban. Regresó a Cusco con las manos vacías y un amor sepultado. Intentó recuperar el afecto y el tiempo perdido con su hija adulta: ya era tarde. Nunca más sería mamá, solo Alicia.
—Te llamaré apenas llegue. —Era promesa que tenía del hombre de su vida.
—No te olvides de mí —imploraba como respuesta.
—Sabes que no será así, mi amor, te lo juro por mi vida…
Yolanda tenía grabadas en la mente las últimas palabras que se dijeron en el aeropuerto, mientras observaba los faroles nuevos que pasaban uno tras otro a medida que el auto imprimía velocidad; los inauguró el alcalde, pero no funcionaban.
—¡Juandi!, amor, ¡aló!, ¡aló!, ¡aló! ¿Me escuchas?, ¡aló! —Jalaba un pañuelo de papel para secarse las lágrimas que empezó a derramar—. ¡Qué alegría que me llames! —Saltaba emocionada—. ¿Cómo estás?
La voz de Juandi sonaba muy bien, era como si estuviese muy feliz.
—Acabo de llegar. El calor es muy intenso, tendré tiempo para lavarme un poco y mudarme de ropa.
—¡Qué emoción! ¡Qué emoción! —Le gritaba al teléfono y se ponía más nerviosa—. ¡Ya no estoy llorando!, no quiero salar tu viaje.
—¡Gracias, mi amor, me haces muy feliz!
Una vez instalado, las comunicaciones entre Juan Diego y Yolanda se convirtieron en un ritual, ella cerraba las cortinas azules para tener la certeza de que no habría nada que la interrumpa, se encerraba en su dormitorio, sentada en la cabecera de la cama cogía la almohada entre las piernas. Quedaba con los brazos agarrotados por sujetar el teléfono. Hablaba con su amor y se burlaba del dejo que había adoptado rápidamente, su acento lo encontraba cautivantemente refinado. El diálogo diario y prolongado terminaba por lo general con una ocurrencia o picardía de la joven enamorada, quien, al colgar el teléfono, era absorbida por la imaginación que la entregaba a los brazos de un charro buen mozo, un Alejandro Fernández susurrando al oído: «hoy tengo ganas de ti».
* * *
El ministro de la Producción, José Barreda Soto, era hermano del general jefe de una Región Policial, Remigio Callirgos Soto. José era el mayor y más atrevido, nadie le ganaba peleando, ni en las corridas de toros, menos montando a caballo. Cabría mejor en la vida castrense, pero su vocación fue la ingeniería industrial; en cambio, Remigio permanecía bajo la sombra de su hermano, era más cauto, debilucho y engreído por su madre, pero aprendió a lanzarse a cuanto reto se le presentaba y fue su tesón que lo llevó a ser un buen oficial de la policía. Recordaba Remigio una de sus singulares hazañas, aquella vez —la única— en que había ganado a José.
En la época de juventud, estaban detrás de Viviana, una adolescente que recaló en Antabamba cuando un grupo alzado en armas asesinó a sus padres. Una religiosa logró después de algunos años, dar con la madrina de bautizo, que aceptó criarla. La chiquilla de vida errabunda, hasta antes de ser adoptada, tuvo muchos hombres que le generaron experiencias amorosas intensas y desprejuiciadas; sin embargo, en el pueblo se distinguía por ser tranquila y de casa, más bien recatada.
Era la tarde de la yunsa de carnavales en la que todos los pobladores estaban entretenidos bebiendo y bailando; José, de dieciséis años, se escapó con ella para acaramelarse como los protagonistas de las revistas de historias rosa que se contaban clandestinamente en la escuela. Estaban en el puente disfrutando de la brisa para amenguar el calor de los besos y no ser evidentes ante los ojos de la cucufata sociedad. Pero no ante los ojos de Remigio, que se paralizó cuando los encontró, cuando iba por las ovejas que debía arrear. José lo detuvo y con voz disforzada aprovechó el momento para enrostrar con soberbia a su hermano que por fin había besado a Viviana y que ya eran enamorados.
—Seguramente estabas buscando el momento de besarla por la fuerza — inquirió Remigio.
—¡Ella me ha besado voluntariamente! —José se subía los pantalones como gesto de virilidad y triunfo.
La muchacha soltó bruscamente la mano del «enamorado» y corrió como cuando el diablo persigue a los que se portan mal, al mismo tiempo en que el rostro de Remigio tomaba el color de la cera que su madre ponía en la celebración de la cruz; luego de recuperar el aliento y color, fue presa de un ataque de risa por lo que su hermano iracundo se puso a sacudirlo. Por qué te ríes así, ¡pareces el loco Manuelcha que vaga por la plaza!
—¡Josecha! —Su sonrisa nerviosa lo había convertido en una graciosa caricatura—. Tú no sabes lo que me ha sucedido… hace rato antes de que mamá me envíe a la kancha a guardar las ovejas, mientras te peleabas por recoger los bacines y pocillos de la yunsa, la Viviana me jaló al huerto de la señora Trujillo y allí me dijo que yo le gustaba y me besó, luegoooooo me dijo que me iba hacer algo rico que solo los mayores hacen…. y me chupó mi «pichico».
Los ojos brillantes del niño eran una mezcla de incertidumbre y orgullo de sentirse realmente vencedor. En un nuevo ataque de risa el menudo Remigio concluyó célebremente: «Has besado a la Viviana con mi lech…», antes de que el atrevido termine de hablar, un puñetazo certero en la mandíbula terminó por derribarlo.
Cuando se cuenta aquella anécdota que no falta como tema de conversación entre copas, Remigio, dotándole de exageraciones que lo auto enaltecen y teniendo el silencio cómplice del avergonzado hermano mayor que enjuaga la boca disimuladamente con la bebida que tenga enfrente, siente aún el temor de enfrentarse nuevamente al puño furioso que lo pueda silenciar.
—Hermano —gritaba José, cambiando de tema—, ¿has visto al «hembrón» que está sentada allá en la barra?
—¡Uy!, ¿quién es esa mamaíta?
—Es Berenice, la mejor puta, nuevita y cara.
—¡Carajo! Pongo todo mi billete por esa flaca.
—¡Quién no!, hermano. Congresistas y medio Gabinete están que la solicitan.
Estaba muy impactado con la belleza de la mujer de la política.
—¡Mi hermano! —Volvía a elevar la voz mientras el golpe del vaso en la mesa lo sacaba de su momento onírico—. El presidente de la Corte Suprema va a dar el coctel de costumbre en honor al Cholo y han pasado el dato que la Berenice irá. ¡Si quieres la podemos caer para que nos demuestre sus bondades!
—¡Ya pues, waiqui! Me apunto… ¿Y cuánto debo llevar? —El general Remigio estaba muy entusiasmado.
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MANUEL AZPILCUETA GARCÍA (Cusco, 1976) Estudió Educación, especialidad Lengua y Literatura, licenciado por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos; con maestría en Educación Superior, se desempeña como docente de Lenguaje y Comunicación en la Universidad Andina del Cusco - CPCPI. Participó en el libro de relatos Amor, horror y otros placeres narrativos (2016) y ha publicado el libro K´antu negro (2017) en la colección El peatón apresurado, ambas por esta editorial.
*Este relato está incluido en el libro ¿Quiénes abren las puertas? Once relatos de ficción (VV. AA.; Edit. Poetas y Violetas, 2018).
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