Un río llamado El Rucio - Julio Goicochea Zamora


UN RÍO LLAMADO EL RUCIO

     En esos tiempos, Macúl era una aldea rumorosa por las aguas de sus ríos. Después, todo se vivía casi adormilado por los fragantes aromas de los miles de eucaliptos que rodeaban las casas con sus huertas, donde todos sus habitantes —que no pasaban de veinte— se conocían y hacían buenas amistades. Ahí, una mañana, Lucrecia Rosales le dijo a su hijo Arnulfo:
     —¡Alístate para que vayas al pueblo! Ponte el pantalón negro, ese que reciencito acabo de coser. Lo llevas a doña Trinidad Cerna, y le dices que le mando la mejor leña. La más oreada y lista para meterla al horno. ¡Dile que te pague buen precio!... y con eso, compras fósforo, sal y kerosene para la semana. Y si no quiere pagarte el precio... lo llevas a don Justino Merino. Él también hornea pan y compra leña.
     Arnulfo, oyendo las recomendaciones de su madre, se apresuraba poniéndose sus llanques y alistando su poncho por si el aguacero lo sorprendiera en el trayecto al pueblo a vender la leña.
     —¡Apúrate, Venancio, que más tarde caerá el aguacero! —le dijo Lucrecia Rosales a su marido, mientras él enfardelaba la leña para cargarla en el burro, más manso que un buey, que esperaba comiendo las frescas gramas que se alzaban junto al pretil.
     Una vez listo, Arnulfo apresurado caminó arreando al animal entre los árboles y cerros que rodeaban el camino. Del burro a quien llamaban Rucio apenas se veían sus patas y sus orejas anchas porque la leña le cubría casi todo su cuerpo. Tenía que venderla a un buen precio, tal como le había dicho su madre. Avanzó cruzando riachuelos, acequias de aguas diáfanas y estrechos de rocas para llegar a la carretera y enrumbar al pueblo. Cuando llegó al puente para cruzar el río, Rucio, como nunca se puso arisco, empaló su patas, agachó la cabeza, puso las orejas para atrás y no se movió para nada. Arnulfo, arreándolo con una rama para que pase, le dijo:
     —¡Burro!... ¡Rucio!... ¡Burro!...
     El animal se paró ahí con la cabeza gacha, y no dio señal de moverse. Arnulfo, al ver que el burro se empaló y no daba ni patrás ni pa’ delante, recogió con su sombrero agua fría de un chorro que salía de la peña y le echó por las ancas y patas, para que camine. El animal apenas sintió el agua, asustado, dio la vuelta y empezó a correr a todo trote por donde vino. Arnulfo, al ver eso, lo agarró de su soga y lo jaló por un caminito lleno de helechos y húmedos pajonales hasta llegar al río. El animal sin importar la profundidad y el caudal se dispuso a cruzar el agua.
     —¡Tienes que ser burro!… Prefieres mojarte que pasar por el puente —le dijo Arnulfo, mientras Rucio pasaba mojándose las patas y casi toda su panza.
     —¡Quién como tú que vas al pueblo! —le habían dicho sus hermanos. Pero él sabía que su madre lo mandaba porque era el mayor y no le engañarían con el dinero. Además, regresaría comprando todos los encargos. Para Arnulfo no era como pensaba su madre ni como decían sus hermanos cuando se ponían tristes al no poder ir con él. Arrear a Rucio por esos caminos donde encontrarse con una burra o una yegua, no era tan fácil. El burro era capaz de pararse en dos patas y montarla, botando por el suelo la leña. Entonces, él tenía que correr a agarrarlo de su soga y con toda su fuerza gritarle: ¡Rucio! ¡Rucio! ¡Basta, Rucio!... hasta que se tranquilice.

(Fragmento)

Julio Goicochea Zamora
(Cajamarca)
JULIO HÉCTOR GOICOCHEA ZAMORA Nací en Celendín. Me desempeño como programador (desarrollo de software). Mi pasión por la lectura y mis deseos de escribir me motivaron a tomar diversos talleres literarios y eso quizá fue el motivo detonante para poder escribir relatos.

*Relato incluido en 'Amor, horror y otros placeres narrativos' (Edit. Poetas y Violetas, 2016). El autor tiene un relato en este libro compilatorio de varias voces. Más info del libro aquí. La obra la encuentras en librería en este enlace o con la editorial escribiendo a poetasyvioletas@gmail.com

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